Historias y leyendas de Brihuega recogidas en el libro «leyendas de mi alcarria» a principios del siglo XX.
Saturnino Ortega Montealegre, arcipreste de Talavera, nació en Brihuega el 29 de Noviembre de 1866. Comenzó sus estudios en su pueblo y en Sigüenza dedicándose desde muy joven a la poesía y la pintura. Se ordenó de sacerdote en Madrid. Fue cura parroco de Romancos y Fuencemillán, (Guadalajara) y de Escalonilla y Santa Cruz de Retamar (Toledo). El 16 de julio de 1914 tomó posesión como párroco arcipreste de la iglesia Colegial de Talavera de la Reina, donde ya permanecería ejerciendo el ministerio sacerdotal durante el resto de su vida.
Siempre tuvo un enorme amor hacia Brihuega y a su Virgen de la Peña. En los últimos años de su vida publicó un libro de poesias, titulado «Leyendas de mi Alcarria», donde hace referencias a su pueblo y alrededores.
En los días siguientes al inicio de la Guerra Civil, en julio de 1936 fue detenido en su casa de Talavera. Aun en la cárcel, continuó ejerciendo su ministerio sacerdotal. Murió tras sufrir torturas el 6 de agosto de dicho año.
Durante el verano de 2007 sus restos fueron exhumados en la iglesia colegial Santa María la Mayor de Talavera de Reina, lugar donde se hallaba enterrado. El 28 de octubre de 2007 fue beatificado en Roma junto con otros 497 mártires.
Una vida plena dedicada al sacerdocio, al amor a Brihuega, tuvo como fruto un libro de poesias, «leyendas de mi Alcarria» publicado en Toledo en 1934 por la editorial católica toledana. Describe muchas leyendas de la zona, como «el espliego de la virgen» dedicada a la Virgen de la Peña, «el burro del diablo», «el castillo de Peña Bermeja», «los toros del tio Legaña», «el albendiego», «la noche de ánimas» «baños de doña Urraca», «la tonta del valle» .. y otras poesias que completan las 154 páginas del libro, inspirados en las costumbres y leyendas briocenses.
Muchas de ellas fueron fuente de inspiracion para el sacerdote Jesus Simón Pardo en su libro «Estampas Briocenses» en 1987.
LOS TOROS DEL TIO LEGAÑA
Este poema aporta la explicación de una frase hecha típica de la zona: «¡ mira que te los echo !», cuando una persona amenaza a otra. El origen del dicho procede de la leyenda del «tío Legaña».
Se decía que el tío Legaña era un nigromante de poca monta, que habia tenido contactos con un demonio, otorgándole varios favores como ganar en los juegos, volar cuando quería, y organizar corridas de toros negros bajo órdenes del diablo. En Brihuega la afición taurina siempre ha sido muy notable. Ocurrió una noche que el tío Legaña, bebido, se encontró con diez mozos que venían tambien de juerga, camino de sus casas para dormir la borrachera. Los mozos se metieron con el tío Legaña, diciendo que les echara uno de esos toros negros que sacaba en las corridas. De primeras, al negarse, le llamaron viejo achacoso con mucho cuento.Molesto por sus comentarios, les avisó que empezaran a correr, que ya se oian los cencerros de los toros. Así lo hicieron, muertos de miedo, sintiendo las reses y sus pitones a su lado. Uno de ellos apareció encaramado en un balcón, jurando que había sido un toro que con sus cuernos le había lanzado allí por los aires.
Este suceso alcanzó una gran fama, y así se quedó el dicho popular : «mira, que te los echo … los toros negros del tio Legaña».
Ha sido siempre Brihuega aficionado al toreo; por algo tiene entre moros partidas de su abolengo; con tal de correrlos bravos poco le importa a mi pueblo que viniesen de Veragua, de Miura o del mismo Infierno, porque hasta el demonio ha sido empresario aquí de cuernos, ¿lo dudas?… pues, como prueba, ahí va el siguiente suceso. Una noche de verano, harta de vino y jaleo, destempladas las guitarras y medio templados ellos, diz que una ronda de mozos iba ya a buscar el sueño, cuando topó al tío Legaña que, más que templado y medio, por la plaza de Herradores bajaba dando tropiezos. Era el tío Légaña un brujo de aquellos oscuros tiempos que andaba con el demonio metido siempre en enredos, y en virtud de cuyos tratos tragaba leguas a cientos; volaba cuando quería, | ganaba en todos los juegos y hasta inventaba corridas de toros negros, muy negros. Con que apenas por la calle venir los mozos le vieron, sin medir los resultados de sus locos devaneos, le dijeron: tío Legaña, vengan unos toros de esos bravos que usted sabe echar, que no faltarán toreros que los lidien. -Poco a poco, que hace por ahí mucho miedo. -Lo que es que usted ya no vale, viejo chocho, marrullero. -¡A acostar! No me tentéis la paciencia, que los echo y alguno se va a poner los calzones como nuevos. -¡Echelos usted! -Pues ¡ojo! ¿No escucháis ya los cencerros? Ya están por el Arbollón, ¡aliviad! -Y era tan cierto lo que dijo el tío Legaña, que cuando aquellos quisieron ponerse en salvo tenían encima los bichos negros. | Alguien que pudo llegar a su casa, contó luego que a canto y lodo la puerta se halló tapiada, y perplejo arañando las paredes sin saber qué hacer, los cuernos levantándole a lo alto por el balcón le metieron. No salió ninguno herido, que a tanto no llegó el juego, pero el susto que pasaron fué colosal, estupendo. Desde entonces, tío Legaña, en diciendo: ¡que los echo!, como alma que lleva el ídem ya estaban todos corriendo. Así en Brihuega se cuentan las cosas del tiempo viejo en que había nigrománticos y duendes, como el nuestro tenemos espiritistas, tablas rotantes y Medios, porque el diablo muy ladino sabe amoldarse a los tiempos. Así lo del tío Legaña por cosa cierta lo tengo; haz tú, lector, lo que quieras, yo sólo relata réfero. |
LA LEYENDA DE LA PIEDRA BERMEJA
Transcribimos a continuación la leyenda de la piedra bermeja, tal y como la recogió Jesús Simón Pardo en su libro «Estampas Briocenses» en 1987:
Hace muchos años, contaban nuestros abuelos, allá en tiempo de los moros, había en Brihuega un hidalgo llamado D. Alonso de Medina. Era hombre de parcas rentas, pero vivía muy feliz en su casa solariega junto a su bella hija, la más linda y preciosa doncella nacida jamás en la Alcarria, a la que las crónicas dieron en llamar Elisa.
Dedicaba mucho de su tiempo el hidalgo a narrar, no sin pizca de exageración, en alegres tertulias -las mil batallas en las que su espada había desmochado cabezas de moros, sus piernas escalado castillos o sus manos, arrancado pendones.
Poseía D. Alonso junto al Tajuña un huerto donde cultivaba amén de las rosas más bellas de la Alcarria, las más ricas hortalizas de esta vega. Allí, en un recodo del rio, en un remanso escondido en el que crecían robustos chopos y cubrían algas y eneas, al abrigo de unas peñas que impedían las miradas indiscretas, tenía la bella Elisa el lugar propicio para refrescar su hermosura en las aguas claras y cristalinas del Tajuña.
Todos los buenos mozos de Brihuega, que eran muchos, estaban prendidos de los encantos de la joven, no menos que los niños admirados de las proezas del hidalgo. Pero he aquí que en aquel entonces los moros eran dueños del castillo y su alcalde, llamado Abul, hombre de taimada cabeza, se enamoró de la doncella y quiso conseguir por la fuerza, lo que nunca podría alcanzar de buen grado.
Contaban nuestros abuelos que cuando un día la casta y bella Elisa se disponia a tomar un baño, abalanzose el taimado moro sobre ella, como bestia feroz sobre su presa. Rapidarnente respuesta de su sorpresa defendió con uñas y dientes su pureza. El moro Abul, ciego de rabia por el despecho hundió su puñal en el cuerpo hermoso que cayo abatido sobre una piedra que la sangre tiñó de color bermejo.
El moro Abul al ver la belleza muerta se arrojé al rio y es fama que el diablo se llevo su alma a los infiernos.
El hidalgo D. Alonso murio de pena y los brihuegos recogieron aquelle piedra, teñida con Ia sangre de la bella, y la pusieron come piedra angular del castillo, que desde entonces se llamó ‘DE LA PIEDRA BERMEJA’.
Del que famoso castillo allá en sus tiempos mejores fuera orgullo de Brihuega, villa en la Alcarria muy noble, aún como recuerdo quedan algunas ruinosas torres que son para el pueblo ingenuo nidal de sus tradiciones; por eso junto a sus muros solícito se recoge y siente al par de su alma que el tiempo los desmorone, como siente el árbol viejo los ásperos aquilones que, hoja tras hoja, le roban el abrigo de sus flores. Una de esas, ya musgosa, vieja y desmochada torre, la que más al Sur avanza sus robustos murallones, conserva entre los sillares, como incrustación informe, un arenizo pedrusco ya de muy gastados bordes, de un color rojo subido que contrasta con el ocre oscuro de la tobosa de que se forma la torre; mas de esa piedra el Castillo tomó sin duda renombre del de la Peña Bermeja con que por la historia corre; la razón no da la historia, ni aquí nadie la conoce, pero esa piedra rojiza que entre los muros se esconde, tiene escrita su leyenda del ayer en los rincones: leyenda triste, medrosa como las brumas del Norte, yo entre el humear de unas pajas la recogí de una pobre anciana cuya existencia iba apagando la noche; hela aquí y que en tu alma el cielo ideas grandes evoque. Aunque con renta mezquina moraba alegre en Brihuega y en su casa solariega Don Alonso de Medina: hombre de su tiempo, austero, viendo en la fe su tesoro, en cien lides contra el moro desnudó su noble acero. Y no anhelando más prez que el triunfo de sus pendones se le vio más de una vez arrollar los escuadrones de las huestes agarenas, ganar los más altos muros, romper puentes y cadenas, y en los mayores apuros él sólo contra ocho o diez batirse supo, de suerte que en su brazo iba la muerte sembrándola por doquier. Pero, lo que hacer no pudo el hierro de los extraños, los achaques y los años rindieron a hombre tan rudo. Por eso, aunque con mezquina renta, vivía en Brihuega y en su casa solariega Don Alonso de Medina. | Feliz porque en su largueza una hija le diera el cielo, que era un ángel en el suelo y una mujer de una pieza. Hermosa como el ensueño que finge en su mente el hada, no dió el jardín alcarreño una flor tan delicada, ni la fuente en primavera mintió tan dulce sonrisa, como diz que era hechicera y sin par la bella Elisa. Así el pueblo con cordura, blancos de su amor hacía al padre por su hidalguía, a la hija por su hermosura. Junto al tranquilo Tajuña, de sus mayores herencia, poseía Don Alonso una bien situada huerta, que más que de utilidad finca de recreo era, pues allí, entre los parrales, los tilos y las moreras, se pasaba el noble hidalgo del blando estío las siestas, sin más ambición, ni sueño que seguir, mientras se riegan sus coles, el manso arroyo que entre los surcos serpea; del ruiseñor en la rama escuchar la cantinela, ver si en el tendido anzuelo algún pececillo ceba, y sobre todo a su Elisa, el alma de su existencia, por quien Don Alonso vive, tenerla siempre a su vera, llenar sus manos de flores, de besos su frente tersa, hablarla de sus hazañas, cuando él era hombre de guerra y recordarla su madre que era como Elisa, bella: sus mismos ojos tenía, su misma boca de perlas. Y así su vida pasaba Don Alonso con su huerta que del tranquilo Tajuña se asomaba a las riberas; pero es verdad que la dicha dura muy poco en la tierra, ni aun en el cielo, sin nubes mucho tiempo está la estrella. Un alcaide del Castillo de la vetusta Brihuega, en tiempo aquel en que el moro dueño de sus torres era, vió al cruzar de su caballo a Elisa y prendóse de ella. Y era Abul hombre terrible para cejar en la idea que tomara posesión de su taimada cabeza. Vió a Elisa y hacerla suya quiso luego y por la tuerza, ya que de grado y por gusto no se vió jamás sin mengua, a joven cristiana y noble ser de un infiel compañera. Desde aquel momento el moro astuto en estratagemas, a la hija de Don Alonso por todas partes acecha, | y aunque es un Argos su padre que constantemente vela sobre su tesoro, el diablo que en lo malo se deleita, a Abul ocasión ofrece que perder Abul no deja. En un recodo que el río daba lamiendo la huerta de Don Alonso, las aguas reposábanse serenas, sombreadas por el ramaje de corpulenta chopera. Allí, escondido remanso, cubierto de algas y eneas, tenía Elisa su baño al abrigo de unas peñas, que recatadas la libran de miradas indiscretas, pero hasta aquel santuario del pudor de una doncella osó penetrar aleve del torpe Abul la demencia. Una tarde en que a las aguas iba a descender honesta la hermosa Elisa, el alcaide que como lobo a su presa la acechaba rato hacía, lanzóse ciego sobre ella como se lanza el milano sobre tórtola indefensa, y. ¿qué pasó allí?; relámpago fué aquello en noche siniestra, cuando el hosco vendaval pasa por las alamedas, rompe con terrible estrago las ramas que no doblega; así Abul hecho una furia, de Elisa ante la firmeza, hunde el puñal en su pecho, y cuando la mira muerta bañada en su propia sangre que tiñe la blanca piedra por donde bajaba al baño la joven, a toda priesa huye arrojándose al río el alcaide de Brihuega. ¡Leyenda triste, medrosa, como las sombrías nieblas que entre los picos del monte por el invierno se acuestan! Abul desapareció como una sombra funesta; alguien dijo que el infierno se lo tragó; de tristeza murió a poco Don Alonso, y el pueblo que feliz lleva en el fondo de su alma germen de santas creencias, que en lo misterioso y grande se entusiasma y se consuela, miró siempre con respeto aquella rojiza piedra a quien las aguas no pueden borrar, por más que lo intentan, la mancha de noble sangre que Elisa dejara en ella; y andando el tiempo ese pueblo que sus memorias venera, en la torre del Castillo hizo poner esa peña: por donde vino a llamarse el de la Peña Bermeja que, aun después de tantos años, caso tan triste recuerdan, siendo al par honroso escudo de las hijas de Brihuega. |
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